Par de agujetas

Se anuda las agujetas como si fuera la primera vez que lo hace. Despacio. Midiendo con cuidado el tamaño que el moño y el resto tendrá para hacer juego con la pulcritud del uniforme.

Se anuda las agujetas con una emoción que envuelve sus manos, mientras la mochila se recarga en su espalda.

Sabe las agujetas blancas, ‘no porque los colores se sientan’ piensa, sino porque de ese color las pidió en la tienda de Joaquín, el hombre que bien podría ser su padre.

Como si fuera la cosa más importante en la vida, se anuda la agujetas. Una de sus piernas recargada sobre la banca del jardín que da a su escuela y luego, cambia su postura. Ahora se apoya con la izquierda y vuelve a agacharse sobre su tenis.

Se anuda las agujetas mientras hace memoria. Las manos manchadas del verde de la banca se le revelan, como en un sueño, como si se hubiera robado el color de las hojas de los árboles.

Ahora tiene prisa por anudarse las agujetas, dejar el moño en su lugar para sacudirse el verde de las manos y de la mente el recuerdo del castigo.

-Fue por hablar en clase, fue por rezongar, fue porque soy bonita, se justificó ante su madre mientras le entregaba el reporte.

Una semana castigada, el tiempo justo para pintar todas las bancas del jardín que está junto a su escuela. Botes de pintura, brochas y tiempo para quedarse recargada sobre un árbol no faltaron.

Alguna vez se ensució las calcetas y la falda tableada arriba de la rodilla, lo de menos, hasta que se manchó las agujetas blancas.

Se sentó sobre el pasto y estuvo minutos mirando sus agujetas preferidas, ahora con motas verdes muestra del trabajo rápido y descuidado de la última tarde. Ya quería irse, llegar a casa y tirarse a ver televisión, por eso atascaba la brocha de pintura y sin mayor cuidado la azotaba  de un lado a otro contra la banca.

Sacó de su mochila el monedero y contó su dinero. Apenas tres monedas de dos pesos. Las volvió a contar por si encontraba algún error, pero no, sólo seis pesos y nada más.

Se iría caminando a casa y si el Dios que conoce su mamá le ayudaba, tal vez también con un par de agujetas nuevas.

Entró a la tienda de Joaquín, que daba la espalda al mostrador. Cuando volteó, la niña delante de sus ojos subía una de sus piernas para quitarse su tenis. Le vio la delicada curva de sus muslos, la piel que se estremecía con el roce del uniforme o al menos eso era lo él sintió en su propia piel.

El golpe seco del zapato sobre la madera del mostrador lo despertó del sopor.

-Quiero un par.

-Yo no vendo tenis, niña, contestó Joaquín.

-Si serás tonto, un par de agujetas, dijo Martha mientras se reía.

Joaquín se quedó callado, quiso sonreír, pero sólo le salió una mueca.

Regresó con una caja de cartón. La puso delante de la niña y la dejó escoger. Ninguna le acomodó.

-Las quiero blancas y largas, ¿de esas no tienes?

Joaquín estiró su mano y alcanzó un empaque.

-Ten, cuestan 12.

-¿12? Ni que fueran de…

Joaquín hizo para atrás su mano y Martha se quedó agarrando el aire.

-Sólo traigo seis, le dijo Martha conciliadora, mientras estiraba la mano para alcanzar las agujetas.

-Niña, gritó Joaquín cuando Martha echó a correr, medio cojeando, con el zapato en una mano y las agujetas en otra.

Se anuda la agujetas casi nuevas apoyada sobre la banca, mientras siente como las manos de un hombre le tocan la espalda. Se anuda las agujetas mientras Joaquín la rodea con uno de sus brazos y con el otro apresura las ganas jalándole los cabellos.
Tiene que voltear. Ver a dónde se ha ido Joaquín, porque hasta ahí llega su imaginación siempre. Tal vez si su mente se esforzará haría que Joaquín le tocará los senos o la besará con la lengua, muy adentro, pero el timbre que anuncia la entrada a la escuela la hace correr.
Mientras, delante del mostrador una mujer que dice ‘buenos días, me da un kilo de azúcar’ saca a Joaquín del cuerpo de Martha.


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